Diario de un verano en la habana 8



Los muros de la calle aparecen despojados, destintados, en algunos quedan las huellas de los chorros del agua que corrieron por su fachada en tardes de primavera.  Transparentes quedaron los diseños que en  tiempos gloriosos brillaban como antorchas en  palacios celestiales en esta calle del olvido.  Sin color ni brío, casi desnudas, como un niño sin consuelo, nadie la cuida, nadie la mira. Son como grandes espejos que nos devuelven la esencia de sus vidas, de sus trazos, de sus colores, de sus desconchones.  Ahora reinan algunos graffiti en un nuevo universo de grandes trazos, palabras que salen de la pared, que te hablan al oído grabando en tu memoria frases que nunca olvidas, No vivas mi vida vive la tuya”.    Los mensajes que aparecen son como perros sin dueño que te ladran, que te acribillan, haciendo mucho ruido para que no los olvides.                                         
Aparece de repente el frío, un semáforo azul ha encendido nuestro camino, paramos en mitad de la calle, nos deslumbra su fachada blanca,  filtra en nuestro interior todo su resplandor tostando los recuerdos del ayer.
A veces volvemos a ellas para quitarnos el frío o resguardarnos de la lluvia, nos alimentamos de su calor cuando apoyamos la palma de la mano, nos alivia su contacto, protege todo el interior donde vivimos. Nos agarramos a ella en tarde de adiós y despedida. La lluvia labra su fachada, la moldea dejando miles de refugios a las golondrinas que siempre vuelven, que nunca olvidan su casa.
El viento no para de azotar su débil estructura, la brisa va penetrando suavemente entre capa y capa de pintura, oxida sus grandes ventanales, saca lo más viejo, hasta sus entrañas, el tiempo  las devora hasta llegar a la soledad de su esqueleto que hay en mis ojos. Aún queda algún vestigio de lo que fue, alguna mancha de color se resiste a huir. Pasamos a unos milímetros, acariciamos con nuestros paseos el límite entre lo urbano y lo sagrado. Acceder a ellas es entrar en el corazón de una familia, en el agujero de una tapia, en el pozo sin retorno ni salida. A veces nos lleva por una escalera hacia la azotea, para contemplar con los pies desnudos sobre el escombro el atardecer de nuestros días.
Multitud de sombras y luces en noches de fiesta se arrojan sobre ellas hasta que van desapareciendo para permanecer en la penumbra algún tiempo.
Ventanas que no se abrirán en décadas, puertas que se cerraron de la mano de sus dueños que ahora guardan la llave por si la vuelta fuera inmediata, lejos de esta isla ajenos a los relámpagos que iluminan estas ruinas.
Otros muros se romperán, desaparecerán de la tierra, volverán al polvo, a la montaña donde salieron. Amantes que miran sus sombras, que se dibujan, que se recuestan en un día que parece infinito.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Diario de un verano en la habana 8



Los muros de la calle aparecen despojados, destintados, en algunos quedan las huellas de los chorros del agua que corrieron por su fachada en tardes de primavera.  Transparentes quedaron los diseños que en  tiempos gloriosos brillaban como antorchas en  palacios celestiales en esta calle del olvido.  Sin color ni brío, casi desnudas, como un niño sin consuelo, nadie la cuida, nadie la mira. Son como grandes espejos que nos devuelven la esencia de sus vidas, de sus trazos, de sus colores, de sus desconchones.  Ahora reinan algunos graffiti en un nuevo universo de grandes trazos, palabras que salen de la pared, que te hablan al oído grabando en tu memoria frases que nunca olvidas, No vivas mi vida vive la tuya”.    Los mensajes que aparecen son como perros sin dueño que te ladran, que te acribillan, haciendo mucho ruido para que no los olvides.                                         
Aparece de repente el frío, un semáforo azul ha encendido nuestro camino, paramos en mitad de la calle, nos deslumbra su fachada blanca,  filtra en nuestro interior todo su resplandor tostando los recuerdos del ayer.
A veces volvemos a ellas para quitarnos el frío o resguardarnos de la lluvia, nos alimentamos de su calor cuando apoyamos la palma de la mano, nos alivia su contacto, protege todo el interior donde vivimos. Nos agarramos a ella en tarde de adiós y despedida. La lluvia labra su fachada, la moldea dejando miles de refugios a las golondrinas que siempre vuelven, que nunca olvidan su casa.
El viento no para de azotar su débil estructura, la brisa va penetrando suavemente entre capa y capa de pintura, oxida sus grandes ventanales, saca lo más viejo, hasta sus entrañas, el tiempo  las devora hasta llegar a la soledad de su esqueleto que hay en mis ojos. Aún queda algún vestigio de lo que fue, alguna mancha de color se resiste a huir. Pasamos a unos milímetros, acariciamos con nuestros paseos el límite entre lo urbano y lo sagrado. Acceder a ellas es entrar en el corazón de una familia, en el agujero de una tapia, en el pozo sin retorno ni salida. A veces nos lleva por una escalera hacia la azotea, para contemplar con los pies desnudos sobre el escombro el atardecer de nuestros días.
Multitud de sombras y luces en noches de fiesta se arrojan sobre ellas hasta que van desapareciendo para permanecer en la penumbra algún tiempo.
Ventanas que no se abrirán en décadas, puertas que se cerraron de la mano de sus dueños que ahora guardan la llave por si la vuelta fuera inmediata, lejos de esta isla ajenos a los relámpagos que iluminan estas ruinas.
Otros muros se romperán, desaparecerán de la tierra, volverán al polvo, a la montaña donde salieron. Amantes que miran sus sombras, que se dibujan, que se recuestan en un día que parece infinito.