Los muros de la calle aparecen
despojados, destintados, en algunos quedan las huellas de los chorros del agua
que corrieron por su fachada en tardes de primavera. Transparentes quedaron los diseños que en tiempos gloriosos brillaban como antorchas en
palacios celestiales en esta calle del
olvido. Sin color ni brío, casi
desnudas, como un niño sin consuelo, nadie la cuida, nadie la mira. Son como
grandes espejos que nos devuelven la esencia de sus vidas, de sus trazos, de
sus colores, de sus desconchones. Ahora
reinan algunos graffiti en un nuevo universo de grandes trazos, palabras que
salen de la pared, que te hablan al oído grabando en tu memoria frases que
nunca olvidas,” No vivas
mi vida vive la tuya”. Los
mensajes que aparecen son como perros sin dueño que te ladran, que te
acribillan, haciendo mucho ruido para que no los olvides.
Aparece de repente el frío, un
semáforo azul ha encendido nuestro camino, paramos en mitad de la calle, nos
deslumbra su fachada blanca, filtra en
nuestro interior todo su resplandor tostando los recuerdos del ayer.
A veces volvemos a ellas para
quitarnos el frío o resguardarnos de la lluvia, nos alimentamos de su calor
cuando apoyamos la palma de la mano, nos alivia su contacto, protege todo el
interior donde vivimos. Nos agarramos a ella en tarde de adiós y despedida. La lluvia
labra su fachada, la moldea dejando miles de refugios a las golondrinas que
siempre vuelven, que nunca olvidan su casa.
El viento no para de azotar su
débil estructura, la brisa va penetrando suavemente entre capa y capa de
pintura, oxida sus grandes ventanales, saca lo más viejo, hasta sus entrañas,
el tiempo las devora hasta llegar a la
soledad de su esqueleto que hay en mis ojos. Aún queda algún vestigio de lo que
fue, alguna mancha de color se resiste a huir. Pasamos a unos milímetros,
acariciamos con nuestros paseos el límite entre lo urbano y lo sagrado. Acceder
a ellas es entrar en el corazón de una familia, en el agujero de una tapia, en
el pozo sin retorno ni salida. A veces nos lleva por una escalera hacia la
azotea, para contemplar con los pies desnudos sobre el escombro el atardecer de
nuestros días.
Multitud de sombras y luces en
noches de fiesta se arrojan sobre ellas hasta que van desapareciendo para
permanecer en la penumbra algún tiempo.
Ventanas que no se abrirán en
décadas, puertas que se cerraron de la mano de sus dueños que ahora guardan la
llave por si la vuelta fuera inmediata, lejos de esta isla ajenos a los
relámpagos que iluminan estas ruinas.
Otros muros se romperán,
desaparecerán de la tierra, volverán al polvo, a la montaña donde salieron. Amantes
que miran sus sombras, que se dibujan, que se recuestan en un día que parece
infinito.