“El jardín de Minerva”
Todas las mañanas nos levantamos tarde, la
voz de Minerva abre la puerta, una ducha, un desayuno rico en frutas, mango,
guayaba, piña, papaya, plátano, jugo de naranja, pan, queso, café y té. Todo
sobre un mantel de cuadros de colores en
una mesa metálica, pintada varias veces de blanco y muy pesada. Mirando hacia
el jardín compartimos este ritual cada día. Le preside un enorme árbol de
aguacate que ya empiezan a asomar sus brillantes frutos ovalados pero hasta
septiembre no maduran. Habitan en su viejo tronco hueco un ejército de abejas
que planean por todo el jardín. La planta ha sido ya azotada por más de un
huracán, la última vez fue el verano pasado con el Gustav, cortó su copa y
algunas ramas, fui testigo de su mutilación, todavía recuerdo el sonido de su
desgarro, no paraba de agitarse y estremecerse abatido por el viento, una fortísima lluvia lo balanceaba a un lado y otro del
jardín. Es una planta muy vieja pero sigue luchando por ser el jefe del jardín,
quiere seguir acompañando durante muchos veranos. Al fondo unas figuras
delgadas que representan a unos flamencos rosados, parecen agazapadas tras unas matas verdes. En mitad del jardín un camino de cemento
comienza y acaba, parece un paseo sin sentido, sin rumbo, sólo sirve para
pasear entre las flores que lo aguardan. Las plantas se encuentran por todos
los rincones, con sus flores blancas, rosas, rojas. Hay colgadas desde el
árbol, otras enterradas en terracota, ocupan cada rincón, se van apoderando del
espacio que lo va convirtiendo en un
enorme jardín de gran belleza, no sigue un orden, ni una regla, ni el diseño de
un jardín francés, tiene un estilo propio, salvaje, espontáneo, que va cambiando
con el paso del tiempo. Los muros están cubiertos de unas enormes enredaderas
con flores rojas, formando un manto
verde que van cubriendo las estructuras viejas y oxidadas del vecino. Las
cuerdas desnudas donde Berta tiende la ropa, dibuja ligeros trazos negros sobre
el fondo verde del suelo.
A lo lejos, en la plaza de la revolución, vuelan
centenares de auras alrededor del monumento a José Martí, como si de un
obelisco se tratara, el alzado de una enorme estrella en mármol, perpetuo en el
horizonte que ni las abundantes nubes de estos días intentan camuflar.
Lagartijas que se entrelazan haciendo el amor
por la columna de madera de la repisa, juguetean, en continuos movimientos
donde no paran de buscarse y amarse. El macho aparece pasivo mientras la hembra
se remueve, en una danza como si de una odalisca se tratara, como una presa que
no puede huir de ese momento, atrapada entre las patas del dominante.
Terminamos el desayuno y nos sentamos en los
sillones rojos junto a los dos loros enjaulados, ahí pasan su tiempo, su vida,
muy mimados por Minerva. Aparece Yanko en nuestros pies, es cariñoso, tiene un
elegante estilo y cruza las patas cuando se tumba en el suelo adquiriendo un
aire muy burgués.
Terminamos el día con un paseo, comprando
frutas en el mercado de Tulipán, comimos un poco de pan recién hecho, visitamos
a Brian y vuelta a casa. Ha sido un día sencillo pero feliz, de esos en que
todo es armonía, que nada nos inquieta ni nada rompe el suave ritmo de las
horas.