Almendrón

La calle está desierta, vacía, nadie se cruza ante la mirada inocente que arrastra mi vida, me encuentro con un coche, parece anclado, agarrado al asfalto, le faltan las cuatro ruedas, algunos cristales, las cicatrices le rodean, el óxido le invade, le atrapa, muestra la belleza de su vida en movimiento, azotado por el viento, la lluvia, el rastro del roce de otros autos como uñas recién pintadas,  dibujan la expresión  de su verdadero rostro. Parece subido como en un podio, ocupando el primer lugar en la entrada de la calle, permanece en la sombra, estancando pero nadie lo puede mover, sigue ahí, continúa un camino sin ruedas, un camino que el tiempo lo irá modificando. Hombres apoyados conversando al atardecer, algún niño jugará en sus entrañas, alguien le quitará el polvo en una parada furtiva, refugio para los amigos de la calle, almas que caminan sin rumbo por aceras cercanas, para los viajeros sin maletas en noches de frío. Es como un señor, su presencia es solemne pero libre de cualquier ostentación, tiene una apariencia sencilla,  te impone respeto, admiración, sosiego. Cuantas historias habrá vivido en esos asientos traseros, cuantos besos, abrazos, te quiero, cuantas pensamientos, llantos, sorpresas, nervios, alegrías, desesperanzas. Que lejos está la velocidad que en una época acarició su carrocería, que bellos paseos por el malecón donde el aire movía los cabellos de los amantes agarrados de la mano, sin que el conductor se diera cuenta.  Miradas intermitentes tras el espejo delantero, muchos viajes soñados se hicieron, cumplieron el deseo de sus ocupantes, la gente que abrió sus puertas, manos que acariciaron sus curvas mientras despedías a un amigo, una espera, un punto de referencia en la cena de anoche. Admiro sus ricos colores,  miles de capas  cubren su piel oxidada, me embriaga la belleza de sus chapas, las formas redondas, adosadas, le dan un aire más sensual, delicado, es una máquina, un carro, un Chevrolet del 53. Me gusta el aire que circula entre ventana y ventana  abierto al mundo y a la nada.
Quisiera reparar los arañazos de sus viejas chapas, quisiera colocar las cuatro ruedas y poner en marcha el corazón de este país detenido en el tiempo. Coger velocidad, sentir nuevamente el viento en mi cara, disfrutar desde sus ventanas el paisaje verde y llegar a la orilla de mi playa.
Ahora tras el cristal de mi ventana, encuadro su posición, encajo su dibujo sobre el lienzo, comienzo a lanzar los primeros colores, reservo las zonas oxidadas utilizando el rojo inglés, un color elegante y sutil. En unos minutos sin darme cuenta avanza la composición por un camino de color, la trementina penetra entre los hilos, se hunde, quema la tela, la destruye y la construye al mismo tiempo, tengo ante mí el cuadro soñado.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Almendrón

La calle está desierta, vacía, nadie se cruza ante la mirada inocente que arrastra mi vida, me encuentro con un coche, parece anclado, agarrado al asfalto, le faltan las cuatro ruedas, algunos cristales, las cicatrices le rodean, el óxido le invade, le atrapa, muestra la belleza de su vida en movimiento, azotado por el viento, la lluvia, el rastro del roce de otros autos como uñas recién pintadas,  dibujan la expresión  de su verdadero rostro. Parece subido como en un podio, ocupando el primer lugar en la entrada de la calle, permanece en la sombra, estancando pero nadie lo puede mover, sigue ahí, continúa un camino sin ruedas, un camino que el tiempo lo irá modificando. Hombres apoyados conversando al atardecer, algún niño jugará en sus entrañas, alguien le quitará el polvo en una parada furtiva, refugio para los amigos de la calle, almas que caminan sin rumbo por aceras cercanas, para los viajeros sin maletas en noches de frío. Es como un señor, su presencia es solemne pero libre de cualquier ostentación, tiene una apariencia sencilla,  te impone respeto, admiración, sosiego. Cuantas historias habrá vivido en esos asientos traseros, cuantos besos, abrazos, te quiero, cuantas pensamientos, llantos, sorpresas, nervios, alegrías, desesperanzas. Que lejos está la velocidad que en una época acarició su carrocería, que bellos paseos por el malecón donde el aire movía los cabellos de los amantes agarrados de la mano, sin que el conductor se diera cuenta.  Miradas intermitentes tras el espejo delantero, muchos viajes soñados se hicieron, cumplieron el deseo de sus ocupantes, la gente que abrió sus puertas, manos que acariciaron sus curvas mientras despedías a un amigo, una espera, un punto de referencia en la cena de anoche. Admiro sus ricos colores,  miles de capas  cubren su piel oxidada, me embriaga la belleza de sus chapas, las formas redondas, adosadas, le dan un aire más sensual, delicado, es una máquina, un carro, un Chevrolet del 53. Me gusta el aire que circula entre ventana y ventana  abierto al mundo y a la nada.
Quisiera reparar los arañazos de sus viejas chapas, quisiera colocar las cuatro ruedas y poner en marcha el corazón de este país detenido en el tiempo. Coger velocidad, sentir nuevamente el viento en mi cara, disfrutar desde sus ventanas el paisaje verde y llegar a la orilla de mi playa.
Ahora tras el cristal de mi ventana, encuadro su posición, encajo su dibujo sobre el lienzo, comienzo a lanzar los primeros colores, reservo las zonas oxidadas utilizando el rojo inglés, un color elegante y sutil. En unos minutos sin darme cuenta avanza la composición por un camino de color, la trementina penetra entre los hilos, se hunde, quema la tela, la destruye y la construye al mismo tiempo, tengo ante mí el cuadro soñado.